Otra mirada
Aportes para la reforma: el lenguaje de la Constitución

Por Mariano Bär
En el debate por la reforma de la Constitución de la Provincia de Santa Fe, la atención pública suele concentrarse en los actuales y futuros contenidos sustanciales, lo que a su vez tiene dos grandes vertientes de discusión. Una, en torno a la determinación de derechos, deberes y garantías individuales; la otra, quizás la más importante, en torno al reparto institucional del poder provincial.
Pero hay una cuestión silenciosa y previa que, aunque se trata de un aspecto estructural del derecho como regulador de la vida social y fundamentalmente de una constitución, pocas veces recibe el tratamiento que merece: el lenguaje constitucional. Sin embargo, no me refiero al lenguaje estilístico, a su dimensión estética, algo que tampoco podría hacer en la tierra de Juan José Saer sin riesgo de ser un cretino. Las formas decorativas del lenguaje poco tienen que ver con el lenguaje como un dispositivo jurídico y político.
Como se descubre rápidamente, las constituciones son documentos escritos y, como tales, cuando reconocen derechos y garantías e instituyen y reparten institucionalmente el poder, lo hacen "diciéndolo". Y cómo se dice algo es tan importante como lo que se dice. Entonces me permito realizar un pequeño catálogo de advertencias respetuosas que me resultan fundamentales de señalarles a los Convencionales, porque, en materia constitucional, la forma es sustancia. Y el lenguaje constitucional no es -ni debe ser- una extensión del lenguaje legislativo. Muy por el contrario, en todo caso será al revés y la diferencia enorme.
Una constitución no es una ley común, ni es un programa político -salvo que retornemos a un constitucionalismo decimonónico-, ni tampoco un contrato privado. Es una norma superior, estructural, abierta al tiempo y a las transformaciones sociales. De allí que la terminología utilizada en la Constitución tenga que necesariamente estar a la altura de esa función, utilizando un lenguaje capaz de perdurar sin fosilizarse, de orientar sin ahogar, de inspirar sin volverse difuso.
En este mini catálogo, entonces, mi primera advertencia es que se corre el riesgo de legislar desde la Constitución. De hacerlo como si se estuviese frente al tratamiento de una ley común. Carlos Santiago Nino advertía que una Constitución es una "carta de navegación", no un reglamento. El lenguaje de una "carta de navegación" constitucional tiene que señalar los principios, las rutas, los límites. Pero no puede ni debe señalar cada maniobra ni cada detalle técnico.
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El riesgo probado en muchas reformas constitucionales en América Latina –e incluso en la bastante reciente reforma constitucional de la Provincia de Entre Ríos–, es que la ordinarización legislativa del lenguaje constitucional abre el paso a una "hiperlegislación constitucional", donde la norma estructural que debe contener mandatos de optimización y directrices se llena de prescripciones, tecnicismos y fórmulas cerradas que terminan atando las manos de los intérpretes y del legislador futuro.
En este sentido es enriquecedora la advertencia de Jorge Vanossi ante la Academia Nacional de Ciencias de Buenos Aires, al señalar que se termina convirtiendo la Constitución en una suerte de "supercódigo", de "ley marco hipertrofiada", donde el texto se expande hacia todas las áreas de la vida institucional sin dejar márgenes para la evolución. En sus palabras "las constituciones deben tener un lenguaje sobrio, medido y abierto a la interpretación conforme a los cambios de las sociedades. Si se llenan de previsiones propias del detalle legislativo, corren el riesgo de morir por asfixia semántica".
Este es un riesgo -que es muy atinado advertir- no solo técnico, sino también democrático. Una Constitución demasiado rígida, que habla con fórmulas cerradas, lesiona el derecho de las generaciones futuras a determinarse en la adopción de sentido a las disposiciones fundamentales. Una clásica idea popularizada por Thomas Jefferson resulta muy gráfica para describir este tipo de fenómenos. Se trata de distinguir entre la "Constitución de los vivos" y la "Constitución de los muertos", respondiéndose a la pregunta: ¿Quién tiene derecho a decidir cómo se interpreta la Constitución, el pueblo del pasado, con sus palabras encerradas en fórmulas normativas rígidas, o el pueblo del presente, con su experiencia viva?
Relacionado con el mismo fenómeno, una segunda advertencia tiene que ver con el lenguaje, la interpretación y la apertura semántica del texto constitucional. Desde ya que en estas pocas líneas no es posible detenerse en las apasionantes teorías de lingüistas y filósofos como Ludwig Wittgenstein, William Labov, Noam Chomsky o Ferdinand de Saussure, pero nos basta con saber que la dinámica entre los significantes y significados hacen que la relación entre éstos sea arbitraria y convencional, establecida por la comunidad lingüística de un determinado tiempo y lugar.
Una Constitución correcta no debe decirlo todo, sino decirlo bien. La apertura semántica implica que el texto construya un lenguaje que permita distintas lecturas legítimas, sin perder el rumbo de los principios fundamentales. En un muy interesante artículo denominado "Lenguaje constitucional: lo que decimos cuando decimos Constitución" publicado por la Revista Átomo en el año 2023, se sostiene que "el lenguaje constitucional es una forma de gobierno en sí mismo: regula las formas de poder y de resistencia, de legalidad y de legitimidad, no sólo por lo que afirma, sino por lo que hace posible pensar".
Con esto se quiere decir que, en la elección de los términos constitucionales, por ejemplo, al hablar de libertad, de dignidad, de igualdad, de autonomía, se debe escapar a toda costa del intento de definirlos de una vez y para siempre. La dignidad o la igualdad podrán no tener el mismo contenido en un lugar o en un tiempo determinados respecto de otros lugares y otros tiempos. Por eso la Constitución debe enunciar esos principios, incluso como valores, si los mantiene como conceptos abiertos e indeterminados, capaces de dialogar con nuevas realidades futuras.
Si repensamos el camino de las luchas feministas, por ejemplo, rápidamente notaríamos que las demandas se han ido resignificando no sólo a partir de nuevas demandas nacidas de las conquistas pasadas sino también de la generación de nuevo conocimiento en torno a las desigualdades estructurales. Y eso ha sido posible porque el lenguaje constitucional ha dejado espacio para esa evolución.
Una tercera advertencia es que la Constitución cumple una función simbólica y cultural, constitutiva de identidad comunitaria. La Constitución "dice" quiénes somos como comunidad política. Por eso, el texto constitucional no puede estar escrito en clave exclusivamente técnica-jurídica. Debe ser, al mismo tiempo, inteligible para todo el pueblo para que pueda transformarse en una narrativa compartida. Mucho más en tiempos de desconfianza política y crisis de representación, donde la forma en que ese relato se construya -con lo que diga, pero fundamentalmente con aquello que no diga, poniendo al texto en análoga situación que un analizante- será una herramienta política en sí misma.
Vale aclarar que no se aboga por una Constitución con imprecisión y vaguedad. Por el contrario, es importante que pueda tener, en algunos aspectos institucionales, un grado mayor de reglamentación. Si abogamos por un texto que la comunidad lingüística le dé sentido, es indispensable contar con representación territorial acorde a la dotación del sentido (mantener la bicameralidad); si el sentido debe otorgárselo el pueblo y las instituciones que lo representan, es importante que esa representación sea reglada de manera de reflejar la identidad santafesina (establecer residencia efectiva en la provincia para ocupar cargos públicos).
Se aboga, en definitiva, y como bien entiende la teoría de la argumentación jurídica, por construir un lenguaje con un texto enriquecido que pueda servir a los fines prácticos del derecho que es, en definitiva, ordenar la vida social presente y futura, dejando las puertas abiertas a la dinámica social, pero determinando los valores fundantes de la Provincia de Santa Fe.