La vida no es para los tímidos
De mendigo a millonario
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Rodrigo Agostini
En un rincón olvidado de la ciudad, donde las calles eran surcos de tierra que siempre se desmoronaban bajo el peso de las promesas incumplidas, y las casas se sostenían con rezos, nació Rico Sabio. Su casa, una casilla envuelta en chapas usadas y maderas rotas, era un rompecabezas de materiales de todo tipo que apenas resistía el viento feroz del invierno. Las paredes crujían bajo la presión de la humedad que impregnaba cada rincón con su olor a moho, como si la vida misma hubiera olvidado ese lugar. El aire estaba cargado de fragancia a humedad y tierra mojada, y siempre quedaba una leve sensación en la piel; como si el clima se hubiera tragado la esperanza.
A pesar de la escasez, la casa de Rico Sabio siempre olía a algo que recordaba la calidez del hogar: un intenso aroma a pollo y a vegetales, que su madre, con esfuerzo y amor, cocinaba cada noche con mucho empeño. Cada vez que el fuego tocaba la olla, el olor inundaba el espacio pequeño, haciendo que el ambiente de miseria se mezclara con un consuelo efímero. Aunque la sopa era aguada, ese aroma era la promesa, la única promesa, de que, pase lo que pase, nunca faltaría un plato de comida en la mesa. Y, a pesar de la falta de sustancia, ese momento de compartir lo poco que tenían era sagrado. Cada cucharada de esa sopa era un testamento de sacrificio, de amor incondicional.
La sopa no era sopa, era agua teñida de sacrificio. Su madre, con un destello de esperanza en los ojos, metía alitas de pollo en un balde con agua y las dejaba remojar, esperando que soltaran al menos una pizca de sabor. Después, las hervía con un puñado de arroz barato, un arroz que, si se pensaba bien, ni siquiera se podía considerar comida de lujo, pero que representaba un vínculo, un esfuerzo tangible. Y allí, en esa mesa destartalada, se servía la misma sopa cada noche.
Rico Sabio miraba su plato con resignación, contemplando en silencio los trozos de carne adheridos a los huesos. Sabía, aunque no hacía falta decirlo, que eso no sería suficiente para alimentar a todos. Miraba a su lado y allí siempre estaba Pichicho, el perrito fiel que lo acompañaba desde que tenía memoria. Sin decir palabra, le pasaba un hueso limpio, y el animal lo chupaba con devoción, como si en ese gesto se jugara la vida. Los dos, madre e hijo, compartían lo poco que el destino les había dado. La solidaridad era el único hilo que mantenía intacta su existencia.
La villa. No sabía por qué la llamaban así. Para él no era una villa, era su rancho, su cueva, su casa, su refugio. Hecha de retazos de chapa y madera, de promesas rotas y de esperanzas que flotaban en el aire espeso del mediodía, la villa era el reflejo de las aspiraciones truncas de muchos. Los postes de luz, que más que iluminar servían de decoración, eran casi inútiles, ya que la energía llegaba solo cuando la noche se había tragado por completo el día. La oscuridad era la reina, y la villa, el reino donde todos aspiraban lo mismo: salir. Salir de la miseria, del hacinamiento, de la eterna penumbra que se cernía sobre sus vidas. Los más optimistas soñaban con escapar del olvido, con ir más allá de los límites invisibles que se imponían sobre ellos. Pero Rico Sabio no era como los demás.
A los trece años, la vida le mostró un camino alternativo. Trece, el número que para muchos representaba la mala suerte, para él significó la revelación. No descubrió el dinero en los libros, en las aulas donde los maestros recitaban fórmulas vacías y donde las letras eran ladrillos que no construían más que paredes invisibles. El dinero no estaba en las páginas de un texto. Estaba en las calles, en los negocios donde los billetes pasaban de mano en mano, como si fueran oro ardiente que nadie podía sostener por mucho tiempo.
En las callejuelas polvorientas, Rico Sabio empezó a aprender que el dinero no se gana, se arrebata. Aprendió que la vida no es para los tímidos, sino para los listos, para los que saben cuándo actuar, para los que pueden cerrar un trato antes de que el otro siquiera haya entendido en qué se metió. Observaba con atención a los que dominaban el juego: aquellos que, con un par de palabras, podían cambiar el destino de alguien. En ese mundo, las reglas no eran las mismas que las de la escuela, donde lo correcto y lo incorrecto se dividían en líneas claras. Aquí, el dinero no se preguntaba por la moral, solo por la rapidez.
Con la rapidez de un relámpago, Rico Sabio se convirtió en lo que todos querían ser: un hombre con un bolsillo grueso. Ya no caminaba; desfilaba. Sus pasos eran firmes, como los de un hombre que había aprendido a moldear el mundo a su alrededor. Ya no miraba; evaluaba. Cada rostro que encontraba en su camino, cada gesto, cada movimiento, lo analizaba con la precisión de un cirujano. Ya no había espacio para la duda ni para la indecisión. Se convirtió en un rey sin corona, en un dueño sin reino. Tenía riquezas materiales: joyas, coches, mansiones, pero aún así, algo faltaba. Algo intangible, algo que no se podía comprar.
Era un hombre que creía que la riqueza era simplemente una cuenta bancaria, una acumulación de bienes, cuando la verdadera riqueza era, de hecho, una liberación del pensamiento. Su nueva vida, aunque llena de lujos, estaba vacía. Pero algo faltaba. Algo que no podía comprar. Algo que lo seguía como una sombra en los pasillos fríos de su nueva casa, en los reflejos distorsionados de los espejos caros. Todo el dinero del mundo había perdido su brillo en su mirada vacía.
Un día, en una esquina olvidada de la ciudad que había dejado atrás, un viejo que nunca había tenido nada se le acercó. Ese hombre, que con su vida había demostrado que la pobreza no está en lo material, sino en el alma, le dijo:
- No sos rico pibe. Sos esclavo de lo que creés que te hace libre.
Las palabras del viejo le cayeron como un balde de agua fría. Se le quedaron atascadas en la garganta, en la mente, en el pecho. Durante noches interminables, caminó en círculos por la sala de mármol de su casa iluminada, buscando respuestas en el brillo frío del suelo. Cada superficie, cada rincón parecía burlarse de él. Y entonces, por primera vez en su vida, abrió un libro. Las páginas, al principio, le parecían extrañas, como si fueran parte de otro mundo. Leyó de aquellos que veían sombras y creían que eran la realidad. Leyó de los que, encadenados a su propio entendimiento, nunca intentaban mirar más allá. Leyó de aquellos que, al salir de la caverna, entendían que la verdad no está en lo que se toca, sino en lo que se comprende.
Rico Sabio lloró esa noche. No por lo que había perdido, sino por lo que nunca había tenido. Comprendió que la verdadera pobreza, tal vez, es la ignorancia, y que la riqueza no consiste en acumular, sino en liberarse. Vendió su casa, dejó su negocio, y regresó a las calles donde había nacido. No con las manos llenas de billetes, sino con la cabeza llena de ideas. En su regreso, ya no era el niño que se conformaba con lo que la vida le daba, sino un hombre que había entendido que la verdadera riqueza no está en lo material, sino en la capacidad de ver más allá de lo evidente. Cuando alguien le preguntaba por qué había vuelto, él sonreía y respondía, con una paz que nunca antes había conocido:
- Porque ahora soy millonario de verdad…
Y lo era, aunque no en el sentido en el que la mayoría lo pensaba.