Arquitectura de frontera
Espacios del límite, del miedo y del encuentro
/https://sur24cdn.eleco.com.ar/media/2025/08/frontera.jpg)
Rodrigo Agostini
La frontera como signo
Hay una arquitectura que no construye casas, ni plazas, ni iglesias, ni teatros. Una arquitectura que no alberga, sino que aparta; que no ofrece cobijo, sino advertencia. Es la arquitectura de la frontera: ese sistema de signos edificados que indica hasta dónde se puede llegar, qué se puede mirar, y quiénes tienen permitido el paso. Pero no hay muro, por alto o largo que sea, que no delate también algo más profundo: el temor al otro, la desconfianza frente a lo desconocido, o la voluntad de preservar lo propio a costa de lo común.
Las fronteras no son meros límites técnicos o geográficos: son también declaraciones ideológicas, relatos petrificados en hormigón o acero. Cuando una sociedad traza una línea que divide, no solo delimita su territorio; define su identidad, sus miedos y sus jerarquías. La frontera, entonces, puede pensarse como una herida, pero también como una cicatriz que recuerda un proceso de separación aún inconcluso. En ese sentido, su arquitectura no es neutra: materializa una intención, un mensaje, una postura frente al otro.
Construcción del Muro de Berlín, la barrera física e ideológica que dividió a la población berlinesa desde 1961 hasta 1989. Época crucial de la Guerra Fría, con la existencia de las "Dos Alemanias": una prosoviética, la otra prooccidental.
Este ensayo propone una reflexión sobre estos espacios del límite, del miedo y del encuentro. Desde muros fronterizos hasta rejas en barrios cerrados; desde puentes colgantes entre aldeas hasta pasajes que unen mundos diversos. Todos son dispositivos espaciales que, de un modo u otro, organizan la tensión entre el adentro y el afuera. Pero más allá de sus formas, estos dispositivos revelan una verdad profunda: que todo límite habla también de lo que tememos y de lo que deseamos.
En tiempos donde resurgen discursos de separación y exclusión, repensar la arquitectura de frontera se vuelve una tarea urgente. No se trata de negar la necesidad de límites - toda identidad necesita contorno -, sino de interrogarnos sobre qué tipo de contornos estamos edificando, con qué ética y hacia qué horizontes.
Frontera y miedo
La arquitectura de la exclusión. Toda muralla es, antes que nada, una confesión. Nadie construye un muro sin declarar - aunque sea en silencio- que teme algo. El miedo, cuando se vuelve persistente, reclama materia, forma, blindaje. Así nacen las fronteras sólidas, las rejas, los cercos eléctricos, las cámaras y garitas. Es la arquitectura del miedo, donde el diseño ya no busca la belleza o el encuentro, sino la distancia, el control, la segmentación.
Las sociedades que construyen muros no están simplemente protegiéndose: están proclamando una lectura del mundo. Un muro no sólo dice "hasta aquí llego yo", sino también "más allá está lo que me amenaza". En ese desplazamiento del otro al plano de lo peligroso, se define una política de exclusión que se materializa en cemento y acero. Y es en este punto donde la arquitectura deja de ser una herramienta técnica y se transforma en lenguaje moral.
Pensemos, por ejemplo, en el Muro de Berlín: un trazo brutal que dividió no solo una ciudad, sino también modos de vida, ideologías y destinos. La pared no solo detenía cuerpos: segmentaba afectos, memorias, narrativas. En el caso más contemporáneo de la frontera entre México y Estados Unidos, encontramos una expresión más sofisticada, tecnificada y mediática del mismo principio: la muralla como símbolo de soberanía, pero también como espectáculo del miedo.
Pero no hace falta ir tan lejos. En América Latina, la proliferación de barrios cerrados -ya sea countries, barrios privados, "urbanizaciones de elite", o los llamados Distritos Urbanos Especiales (DUE)- nos ofrece una versión local del fenómeno. Rejas ornamentadas, garitas con seguridad armada, cámaras de vigilancia que miran a todos menos hacia adentro. La ciudad fragmentada no es sólo un efecto de la economía: es también una producción arquitectónica del miedo. En estos enclaves de confort se consagra una paradoja perversa: el lujo depende del control, y el bienestar de algunos se sostiene sobre la exclusión espacial de otros.
Hay algo profundamente simbólico en estos espacios: se parecen a fortalezas, pero no celebran ninguna gesta heroica; más bien, se defienden de su entorno. En nombre de la seguridad, se clausura la posibilidad de mezcla, de cruce, de roce humano. La arquitectura deja de ser puente y se convierte en frontera. Ya no se diseña para la vida en común, sino para la vida en cápsulas.
Sin embargo, toda arquitectura del miedo encierra su propio límite: cuanto más se protege una comunidad, más se aísla; cuanto más se encierra, más se debilita. Porque la vida, por definición, implica riesgo, contacto, imprevisibilidad. La obsesión por controlar el entorno genera ciudades tensas, hipervigiladas, replegadas sobre sí mismas. Y en ese gesto de encierro, quizás se pierda algo esencial: la capacidad de construir futuro compartido.
Frontera y clase
Barreras invisibles, geometrías del privilegio. Las fronteras más eficaces no siempre son las que se ven, sino las que se presuponen. La desigualdad social ha aprendido a construirse sin declararse, a delimitar espacios sin nombrarlos como tales. Las ciudades latinoamericanas, en particular, están plagadas de estos bordes invisibles: calles que no se cruzan, servicios que no se comparten, estéticas que delatan el origen social antes que cualquier documento. En este paisaje urbano, la arquitectura se convierte en marcador de clase, en frontera sutil pero poderosa.
La geografía del privilegio no necesita muros; le basta con el trazo de una autopista, la ubicación de una escuela, la falta de transporte público, o la proximidad de un basural. La segregación ya no requiere ser impuesta por decreto: está inscrita en la forma de nuestras ciudades, en los patrones de asentamiento, en la distribución del suelo y de la inversión pública. Es un urbanismo tácito pero contundente, en el que el mapa revela más que cualquier estadística.
Tomemos el ejemplo de la "ciudad dual", esa configuración urbana que contrasta centros brillantes y periféricas oscuras. En muchas capitales de América del Sur -Buenos Aires, Lima, Bogotá, incluso en nuestra Santa Fe- el centro goza de servicios de calidad, infraestructura moderna y equipamiento cultural. A pocas cuadras, los barrios populares sobreviven con conexiones precarias, calles de tierra y escasa presencia estatal. Pero lo que separa ambos mundos no es solo una avenida o un río: es una lógica de planificación que ha naturalizado la exclusión.
La arquitectura también participa de esta diferencia. Las fachadas, los materiales, las alturas, incluso los colores hablan de pertenencia o de ausencia. Un edificio revestido en mármol no es solo una expresión estética: es un signo de capital. Una casa sin revocar, en cambio, suele leerse como "provisional", aunque muchas veces haya allí una vida completa. En este sentido, la arquitectura no solo aloja: también jerarquiza. Y al hacerlo, contribuye a reproducir las fronteras de clase.
Pero hay una frontera aún más compleja: aquella que se impone desde la percepción. Hay barrios que no se visitan, zonas a las que se les teme, espacios que se evitan sin haberlos conocido. El miedo aquí ya no está sostenido por hechos, sino por prejuicios. Y en ese imaginario social, la ciudad se llena de "zonas rojas", "barrios peligrosos", "áreas degradadas", etiquetas que muchas veces legitiman el abandono institucional y justifican nuevas formas de segregación.
Frente a esta realidad, la pregunta que emerge es ética y política: ¿Es posible proyectar ciudades sin fronteras sociales tan marcadas? ¿Puede la arquitectura contribuir a una convivencia más igualitaria? La respuesta no es simple, pero comienza con una toma de conciencia: mientras las ciudades sigan diseñándose en función de los privilegios, las fronteras de clase no harán más que profundizarse.
La tarea, entonces, es pensar una arquitectura que no delate el estatus, sino que lo disuelva; que no excluya al diferente, sino que lo reciba; que no funcione como marca de poder, sino como signo de encuentro. Porque en definitiva, si la ciudad es el lugar donde todos debiéramos encontrarnos, cada frontera que se levanta es una oportunidad perdida para vivir juntos.
Frontera y cultura
El umbral como posibilidad. No toda frontera es clausura. Hay bordes que no se cierran, sino que se abren. Espacios que no detienen, sino que invitan. Esos son los umbrales: zonas intermedias, difusas, ambiguas, donde lo propio y lo ajeno pueden reconocerse sin necesidad de anularse. Frente a la arquitectura del miedo o del privilegio, la arquitectura del umbral propone otro modo de estar en el mundo: ni en la fusión ingenua, ni en la separación hostil, sino en la tensión fecunda del entre.
El umbral es, en esencia, una figura arquitectónica, pero también una categoría filosófica y cultural. Desde las puertas de los templos antiguos hasta los patios compartidos de la vivienda mediterránea, pasando por los pasajes cubiertos de las ciudades europeas o los corredores de los conventillos latinoamericanos, el umbral ha funcionado históricamente como espacio de transición, de conversación, de pausa. Allí donde los cuerpos se cruzan, las miradas se encuentran y los lenguajes se mezclan, algo distinto puede emerger.
La frontera cultural, a diferencia de la geopolítica o la social, no se define por la imposición de un límite, sino por la posibilidad del cruce. En los bazares del Medio Oriente, en los mercados indígenas andinos, en los patios coloniales o en los pasajes de Buenos Aires, el espacio es frontera en tanto escenario de intercambio. Aquí la arquitectura actúa como mediadora: organiza la diferencia, sin suprimirla. Permite la proximidad sin disolver las identidades.
Este tipo de frontera no elimina la tensión: la contiene, la resignifica. Porque todo encuentro verdadero implica algún grado de incomodidad, de desplazamiento de lo propio. Pero es precisamente esa incomodidad la que da lugar a una experiencia transformadora. Un puente no sólo une dos orillas: transforma su relación. Un umbral no sólo conecta habitaciones: habilita nuevos modos de habitar.
En este contexto, la arquitectura puede ser pensada como una ética de la hospitalidad. Diseñar espacios que no pregunten primero quién sos, sino qué necesitás. Espacios que reciban, más que filtren. Que escuchen, más que clasifiquen. Como sostenía el filósofo Emmanuel Levinas, la hospitalidad no es solo una virtud: es la condición misma de la humanidad. Y si eso es así, entonces el diseño del espacio no puede quedar al margen. La arquitectura debe asumir el reto de imaginar lugares donde el otro no sea una amenaza, sino una posibilidad.
Frente a la obsesión contemporánea por la seguridad, por la homogeneidad, por el control, la arquitectura del umbral aparece como una forma de resistencia. Diseñar espacios fronterizos donde se crucen generaciones, lenguajes, costumbres, puede ser hoy un gesto revolucionario. Un banco en una vereda ancha, una plaza sin cercos, una escuela abierta al barrio, son actos tan simples como potentes. Porque allí donde hay cruce, hay comunidad. Y donde hay comunidad, hay futuro.
Una ética del límite
Proyectar en la frontera. El arquitecto no diseña en el vacío. Su trazo no flota en la neutralidad. Cada línea que marca un límite, cada elemento que separa o une, cada decisión sobre qué queda adentro y qué queda afuera, implica una posición ética. La frontera, entonces, no es solo un dato urbano o geográfico: es una pregunta constante. ¿Qué tipo de vínculos estamos diseñando? ¿A quién estamos incluyendo y a quién dejamos del otro lado?
La ética del diseño no consiste únicamente en respetar normativas o garantizar accesibilidad. Va más allá: se trata de comprender el impacto simbólico, emocional y social del espacio. Un muro, por ejemplo, puede ser necesario desde el punto de vista estructural o funcional. Pero su altura, su opacidad, su lenguaje formal, su materialidad, su orientación… todo eso construye un mensaje. Y en ese mensaje puede haber exclusión o acogida, miedo o apertura, jerarquía o reciprocidad.
Proyectar en la frontera exige afinar la sensibilidad. No se trata de eliminar los límites -eso sería ingenuo-, sino de dotarlos de humanidad. Hay modos de separar que humillan, y hay modos que simplemente organizan sin herir. Un cerco puede ser imponente y opresivo, o puede ser permeable y amable. Un acceso puede intimidar, o puede invitar. La diferencia está en la intención que lo sustenta y en el cuidado con que se lo piensa.
El reto, entonces, es doble. Por un lado, exige del arquitecto una conciencia aguda de las tensiones sociales y simbólicas que atraviesan el espacio en que interviene. No puede proyectar desde la indiferencia. Por otro, demanda creatividad: ¿cómo construir límites que no separen, sino que articulen? ¿Cómo diseñar bordes que no aíslen, sino que permitan mirar hacia el otro lado?
Existen experiencias inspiradoras. Espacios públicos que surgen entre villas y barrios consolidados, funcionando como zonas de mixtura. Centros culturales en áreas marginales que rompen con la lógica centro-periferia. Escuelas abiertas que funcionan como nodos comunitarios. En todos estos casos, el proyecto arquitectónico no evade la frontera: la habita, la escucha, la transforma.
Pero hay algo más: proyectar en la frontera también implica asumir la propia incomodidad. No hay soluciones cómodas, ni fórmulas universales. Cada contexto pide ser leído con atención, con humildad, con disposición a aprender. La arquitectura no puede resolver sola los conflictos sociales, pero sí puede ofrecer escenarios más justos, más dialogantes, más humanos. Eso, en un mundo cada vez más fracturado, ya es una forma de resistencia.
Reflexiones totales
Toda frontera es una promesa ambigua. Puede ser trinchera o umbral, clausura o pasaje, miedo o posibilidad. La diferencia radica no tanto en su trazo físico como en la intención que la anima. Porque detrás de cada límite arquitectónico hay una visión del otro: de su cercanía o de su amenaza, de su dignidad o de su negación.
A lo largo de este ensayo intentamos pensar la arquitectura no sólo como técnica ni como arte, sino como lenguaje ético. Un lenguaje que habla con formas, con espacios, con materiales, pero también con silencios, con ausencias, con gestos apenas sugeridos. La arquitectura no puede - ni debe - responderlo todo. Pero sí puede interrogar desde el lugar, y eso es, quizá, su gesto más noble.
En tiempos donde el mundo se repliega sobre sí mismo, donde proliferan los cercos físicos y mentales, proyectar desde la frontera es un acto de coraje. Significa habitar el borde, no como límite que impide, sino como franja que convoca. Significa resistirse a la lógica de la clausura, proponiendo en cambio la posibilidad del cruce, del roce, del aprendizaje mutuo.
Como arquitectos, como urbanistas, como ciudadanos sensibles, tenemos la oportunidad - y la obligación - de imaginar ciudades menos fragmentadas, menos hostiles, menos temerosas. Ciudades donde la diferencia no sea motivo de separación, sino de celebración. Donde el muro no sea el símbolo del triunfo, sino el recordatorio de lo que aún nos falta construir.
La arquitectura de frontera no debe ser el arte de separar, sino el arte de hacer posible el encuentro sin borrar las diferencias. En ese punto exacto - donde el miedo cede espacio a la confianza, y la forma aloja al otro - comienza verdaderamente nuestra tarea.
Y quizás, si somos honestos con nuestra vocación profunda, entendamos que no diseñamos espacios para controlar cuerpos, sino para honrar vidas. Entonces, tal vez, cada puente que tracemos será también una promesa: la de que aún podemos vivir juntos.