Polarización, vacío de centro y federalismo emergente
¿La hora de los tibios?

En una Argentina atrapada entre extremos que se retroalimentan, la moderación quedó reducida al silencio o la caricatura. Sin embargo, el centro político, aunque huérfano de representación, sigue existiendo. ¿Es hora de que los dirigentes se animen a ocupar ese espacio? ¿Quiénes podrían dar el paso adelante?
“Vomitaré a los tibios” es una frase extraída del libro del Apocalipsis que se recicla en la arena política actual con la virulencia de un dogma. Y aunque no se trate de religión, la moderación, que alguna vez fue considerada una virtud republicana, hoy parece una flaqueza. Es que la política argentina se convirtió en un campo minado por los extremos, donde las posiciones radicalizadas son exaltadas como únicas formas posibles de acción. Los que no se alinean, los que dudan, los que matizan, quedan reducidos al silencio o directamente son expulsados del tablero.
Y, sin embargo, paradójicamente, una parte significativa del electorado -probablemente la mayoría- se identifica más con la mesura que con la furia, con el diálogo que con la imposición. Son millones de ciudadanos que, ante la falta de representación genuina, terminan votando “lo que hay”. Optan por alguno de los polos intensos, no por convicción, sino por descarte, atrapados en la trampa de una polarización forzada. Además, ante la ausencia de proyectos convocantes, en distintos puntos de país crece el abstencionismo a través del “no voto”.
Mientras tanto, los que ganan las elecciones son populismos que, además de contar con una base respetable de núcleos duros, consiguen seducir a los habitantes de la ancha avenida del medio y, lo que es más inquietante, no lo logran tanto por méritos propios como por el fracaso del oponente a cargo de la gestión.
Así se llega a los comicios, una y otra vez, con climas enrarecidos, dominados por antagonismos artificiales que simplifican la realidad a dos modelos que, en rigor, son recíprocamente funcionales. A la vez que los moderados -esos que se resisten al lenguaje agresivo y cancelatorio, que reclaman calidad institucional, que exigen un Estado ágil y moderno, que aspiran a acuerdos básicos- quedan fuera de juego. Pero no desaparecieron. Están ahí. Son muchos. Y el espacio que habitan sigue huérfano de representación política.
Es un espacio que, por supuesto, no se construye sin costos. Representarlo implica desafiar una lógica binaria que no es natural, sino impuesta. Implica enfrentar el relato irascible de los extremos, animarse a transitar el camino resbaladizo del acuerdo, aún a riesgo de ser acusados de tibios, como en el texto bíblico. Alguien debe hacerlo, aunque ese espacio vacante no sea fácil de ocupar. Requiere sentido común, pero también sentido estratégico, porque el escenario actual, a poco tiempo de las elecciones nacionales de medio término, se vuelve cada vez más preocupante: otra vez se plantea todo en blanco y negro, como si no hubiera grises posibles.
Dos caras de una misma moneda
El presidente Javier Milei, que llegó al poder prometiendo dinamitar las estructuras de la “casta”, terminó adaptando su programa económico a la necesidad política de sobrevivir hasta las legislativas de octubre, con evidentes éxitos macroeconómicos, y una “peruanización” en el horizonte que, más temprano que tarde, los sectores medios habrán de resistir. La Casa Rosada, que acusa de demagogos a todos los demás, no duda en administrar recursos discrecionalmente para garantizar apoyo parlamentario o territorial. El relato de “gobernar para todos” mutó en un “gobernamos para los que nos aplauden”.
Del otro lado, Cristina Fernández, condenada en la “causa Vialidad” con ratificación de la Corte Suprema incluida, aprovechó la penosa circunstancia para recuperar protagonismo y centralidad, buscando transformar el castigo judicial en una épica política comparable con el lejano 17 de octubre de 1945. La expresidente se ilusiona con un colapso del experimento libertario que la catapulte de nuevo al centro del escenario, sin poder postularse a cargos públicos, claro está, pero conservando poder de movilización y estructura, sobre todo en su bastión del AMBA. Porque, guste o no, el kirchnerismo sigue siendo el sector mejor organizado del peronismo.
Y, en ese juego, ambos polos opuestos se alimentan mutuamente. El fracaso de uno legitima la existencia del otro. Cristina sabe que, mientras no se edifique nada nuevo en el centro político, el peronismo, en cualquier caso, será la opción a nivel país en 2027 ante un eventual traspié de La Libertad Avanza. “Vamos a volver”, canta la militancia, y aplaude la Jefa, pero falta aclarar con qué proyecto, con qué autocrítica, con cuánta renovación, con cuáles aliados.
Asoman provincias del centro
Sin embargo, en los márgenes de este duelo, comienzan a surgir algunas señales. Paradójicamente, en el centro del país, provincias como Santa Fe y Córdoba (integrantes de la rejuvenecida Región Centro junto a Entre Ríos) hacen oír su voz con otra lógica. El gobernador santafesino, Maximiliano Pullaro, en un año y medio, ya dio pasos adelante en la construcción de una narrativa diferente. Habla de "santafesinidad" como un concepto político que reivindica el federalismo, exige equidad en la distribución de recursos y se planta frente a los atropellos del poder central, venga de donde venga. Rechaza el vejo autoritarismo kirchnerista, pero también marca distancias claras con los rasgos autocráticos de Milei. A ambos los califica como “gobiernos para pocos”. A ambos los denuncia por haber discriminado sistemáticamente al interior profundo del país. También reclama el pago de la deuda que Nación aún mantiene con Santa Fe y cuestiona el polémico DNU presidencial (70/2023) por “inconsulto y perjudicial” para las pymes industriales y las economías regionales.
El hughense no está solo. En Córdoba, el “cordobesismo” también tracciona en igual sentido con el gobernador Martín Llaryora y su antecesor Juan Schiaretti. Y en distintos puntos del país, emergen voces que -desde el PJ, el radicalismo, el socialismo, el liberalismo, e incluso desde partidos provinciales- podrían confluir en una plataforma política nueva, sensata, equilibrada, que no reniegue de las diferencias, pero que parta de una premisa básica: sin unidad nacional, no hay proyecto posible. Asimismo, legisladores nacionales de diversas vertientes ideológicas, como el peronista Roberto Mirabella, ya dieron sonoros portazos y constituyeron sus propios bloques en respuesta a las agendas unitarias que nunca satisfacen las necesidades del interior productivo.
La política en blanco y negro atrasa. Convierte a los adversarios en enemigos. Cierra puertas. Y, sobre todo, quiebra el principal objetivo que debería tener cualquier dirigencia responsable: construir un país viable, con alternancias razonables, al estilo de la mayoría de los países vecinos. La moderación no necesariamente implica indiferencia. También implica coraje para decir que ni unos ni otros tienen el monopolio de la verdad.
¿Llegó, entonces, la hora de los tibios? Quizás llegó la hora de dirigentes de la generación joven e intermedia que se animen a desafiar la lógica de las trincheras, según la cual el que no piensa igual es un traidor a la Patria. La hora de los que aún creen que la política no es una guerra, sino una herramienta para transformar la realidad. Es, quizás, la única salida posible para una Argentina que, si sigue eligiendo enemigos en lugar de proyectos, no va a salir nunca del círculo vicioso del fracaso.